Un menudo rayo de
sol se cuela por la ventana, iluminando la solitaria habitación.
La luz y la
claridad del día no van a dejarte remolonear ni un segundo más y
poco a poco vas despertando de ese increible real sueño llamado
Erasmus.
Te incorporas de pronto en una
habitación que te resulta extraña, ¿dónde están las altísimas
paredes rojas y el incansable olor a pizza de mi pequeño pisito
romano?
Mi comodísima cama de uno ochenta no
me parece ya cómoda, echo de menos mi blando y mullido colchón
asfixiante en las calurosas noches de verano.
Todo fue un sueño, uno de esos sueños
bonitos, de esos que no despertarías jamás. Uno de esos sueños
reales que se camuflan con la misma realidad.
Todas las personas que llenaban cada
momento de tu vida parecen haberse evaporado, las continuas salidas
nocturnas en busca de que sé yo que estrella se quedaron atrás.
La ligereza de la libertad de estar en
tu propio sueño con tus normas, tus leyes y valores cada vez pesa
más. Y es que tras haber descubierto mil y un rincones eternos de
una ciudad que ya siempre será tuya, te sientes extranjero en tu
tierra natal, fuera de lugar como un inmigrante excluido y marginal.
“Nunca sabes lo que tienes hasta que
lo pierdes”, quizá hayan sido un millón las veces que haya
escuchado esta frase. Quizá hayan sido un millón las voces que me
aconsejaban en mi cabeza el valorar al máximo cada instante de
felicidad. Y eso he hecho, siempre supe lo que tenía pero nunca
pensé que lo perdería, o al menos no estaba mentalizada de ello.
Si tan sólo pudiera disfrutar de un
atardecer más, bajo uno de aquellos naranjos de un jardín anónimo
del monte Aventino. De una despreocupada carrera a lo largo del Tíber
acabando en mi rincón secreto de Villa Borghese. De un simple paso
en tacones esquivando un incómodo adoquín. Pero no puedo. Ya no.
Esas pequeñas cosas a la que uno se acostumbra fácilmente son tan
tuyas que nunca crees que cambiarán.
Y llegas a tu casa, y oyes una y otra
vez la misma pregunta, ¿qué tal en Roma? Y contestas un seco
“bien”. Tan seco como tu garganta, al recordar uno a uno aquellos
maravillosos momentos. Inexpresivo, puesto que nadie sería capaz de
expresar todo lo que viviste y sentiste en tan pocas palabras.
Sintiéndote incomprendido decides cambiar de tema, porque sabes que
no volverá, nunca será más que un mero recuerdo. Un bonito e
inolvidable recuerdo.
Y al fin y al cabo un sueño vale más
que un recuerdo, por eso tengo la necesidad desesperada de un sueño,
porque sin un sueño no se va a ninguna parte.
"Ho un disperato bisogno di un sogno. Perché senza un sogno non si va da nessuna parte".